jueves, 30 de julio de 2009

FELISBERTO HERNÁNDEZ Y LA ESPÍA MARÍA LUISA


El uruguayo Felisberto Hernández, concertista de piano en circuitos de provincias y escritor en sus ratos libres, se casó con una espía. Felisberto es uno de esos autores sin maestros ni discípulos, una especie de isla en la historia de la literatura. Escribió varios libros de relatos, de contenido extraño y desazonante. Su principal aportación al género es la ausencia de final. Es como si se hubiese dedicado, para concluir sus cuentos, a dar tijeretazos arbitrarios. ‘Me parece que cada vez escribo mejor lo que me pasa: lástima que cada vez me vaya peor…’, confesaba en uno de ellos.

Felisberto conoció a la modista Maria Luisa Las Heras en el mes de diciembre de 1947, en un acto organizado en el Pen Club de París por su mentor, Jules Supervielle. Regresaron juntos a Uruguay y allí contrajeron matrimonio. María Luisa resultó ser una esposa hogareña, buena cocinera y amante de las obras de caridad. En sus conversaciones con personajes de la sociedad uruguaya se confesaba apolítica. Pero la dulce María Luisa se llamaba en realidad África Las Heras, ferviente comunista reclutada para el servicio de espionaje soviético por Caridad Mercader, mamá del asesino de Trotsky. La propia María Luisa participó en su asesinato dibujando los planos de su domicilio en Méjico.

Mientras ella organizaba en Montevideo una red de espionaje para interceptar las acciones de la CIA en Latinoamérica y se dedicaba a enviar mensajes en clave desde su centro de operaciones con ayuda de la famosa decodificadora ‘Enigma’, Felisberto pulía sus enigmáticos relatos por los que hoy es conocido. A su esposa le dedicó uno de ellos, titulado ‘Las Hortensias’, como regalo de boda. Horacio, el protagonista del cuento, colecciona muñecas de tamaño humano y representa con ellas escenas teatrales. A su favorita, Hortensia, la rellena de agua caliente y la transforma en juguete sexual. Su mujer le descubre, apuñala despechada a la muñeca, y abandona el hogar. Horacio se enamora de otra de sus muñecas. Mientras cena junto a ella le pregunta al criado de la casa, que resulta ser un ruso blanco de nombre Álex, por su opinión sobre su nueva conquista. ‘Muy hermosa, señor, se parece mucho a una espía que conocí en la guerra’, le responde éste. Las coincidencias del relato con la identidad oculta de María Luisa han hecho pensar a algunos estudiosos que Felisberto, anticomunista declarado, no estaba tan en Babia como parecía.

Lo cierto es que el peculiar matrimonio duró apenas dos años. María Luisa cambió a Felisberto por un espía italiano y fue condecorada en diversas ocasiones, alcanzando el grado de coronela del ejército rojo. Curiosamente, la compañera que sustituyó a María Luisa en el corazón de Felisberto atendía al monárquico nombre de Reina Reyes. Tal vez para compensar.

lunes, 27 de julio de 2009

Umberto Eco - Arthur Machen



1. Fíjate, muchacho, el mundo está dominado por el mal. Mejor dicho, por el Mal con M mayúscula. Y no me refiero sólo al mal del que mata a su semejante para robarle dos reales, o el mal de las SS que ahorcan a nuestros compañeros. Me refiero al Mal en sí, el Mal por el que los pulmones se me han podrido, una cosecha se echa a perder, una granizada puede sumir en la más negra miseria al dueño de una pequeña viña, que es todo lo que tiene. ¿Te has preguntado alguna vez por qué existe el mal en el mundo?
(Umberto Eco. La misteriosa llama de la reina Loana)

2. Desde luego; porque el auténtico mal nada tiene que ver con la vida o las leyes sociales, o, si lo tiene, es sólo de forma secundaria y accidental. Es una pasión solitaria del alma, o una pasión del alma solitaria, como vd. prefiera. Si, por casualidad, la percibimos y captamos su significado exacto, entonces, verdaderamente, nos llenará de horror y de terror. Pero esta noción es muy distinta del miedo y el asco con que consideramos al criminal corriente, pues este último sentimiento está basado totalmente, o en gran parte, en la estima que sentimos por nuestro propio pellejo o bolsa. Odiamos al asesino porque odiamos ser asesinados, o que asesinen a los que queremos. Así, en el reverso de la medalla, veneramos a los santos, pero no los queremos como a nuestros amigos…
(Arthur Machen. El pueblo blanco)

jueves, 2 de julio de 2009

PROUST Y JOYCE EN EL MAJESTIC

Tres meses después de la publicación de la novela ‘Ulysses’ y seis antes de que una septicemia se llevara a Proust al otro barrio, los dos autores más celebrados del siglo XX coincidieron en una cena en el hotel Majestic de París. Fue el 18 de mayo de 1922. El mérito del encuentro corresponde al matrimonio Schiff, anfitriones de la cena que celebraba esa noche el estreno de un ballet de Stravinsky.

Joyce llegó tarde y se disculpó por no ir vestido de etiqueta, luego se dedicó a beber champán lanzando eructos entre sorbo y sorbo. Poco antes de las dos de la madrugada apareció Proust con su inseparable abrigo de pieles. Se sentaron en sillas contiguas. Contamos con varias versiones de la conversación que ambos mantuvieron:

1) Según William Carlos Williams, Joyce dijo que tenía cefaleas a diario y se quejó de la vista; Proust replicó que su estómago le estaba matando; ambos alegaron prisa y se despidieron apresuradamente.

2) Según Margaret Anderson, Proust lamentó no conocer la obra de Joyce y éste repuso que nunca había leído a Mr. Proust.

3) Según Joyce (en conversación con Arthur Power), Proust le preguntó si le gustaban las trufas; Joyce contestó que sí.

4) Según Joyce (en conversación con Jaques Mercanton), Proust sólo le habló de duquesas aunque él estaba más interesado en las doncellas.

5) Según Joyce (en conversación con Budgen), Proust le preguntó si conocía al duque de tal; Joyce contestó que no; la anfitriona intervino para preguntar a Proust si había leído determinado capítulo del Ulysses; Proust dijo que no.

Ocupado como estaba con las correcciones infinitas de su obra magna, Proust no hizo pública su versión de los hechos. El 22 de noviembre de ese mismo año, Joyce asistió al funeral de su colega en la capilla Saint-Pierre-de-Chaillot. Cuando el organista atacó los primeros compases de la 'Pavana para una infanta difunta' de Ravel, se marchó sin esperar el final.

Años después, en uno de los apuntes de su diario, Joyce disfrazaba de ironía su opinión sobre el finado: “Los lectores llegan al final de las frases de Proust antes de que él termine de escribirlas”.
 
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