sábado, 28 de febrero de 2009

EL ARTE DE LA FUGA

Quien quiere dominar el arte de la fuga primero tiene que encerrarse.
Todo juego del escondite bien jugado tranquiliza a los que juegan confirmándoles que nadie puede escapar, que no hay adónde escapar.
La trasgresión es desaparecer, encontrar un lugar en el que nadie nos vea.
(Phillips. La caja de Houdini)

domingo, 22 de febrero de 2009

Nikolai Gogol - Herman Melville


1. Cuándo y en qué fecha Akaki ingresó en el departamento y quién le nombró para el cargo es algo que nadie recuerda. Entraron y salieron directores y jefes de negociado, pero a él le vieron siempre exactamente en el mismo sitio, exactamente en el mismo cargo, haciendo exactamente el mismo trabajo, a saber, la copia de documentos oficiales, hasta tal punto que con el tiempo se llegó a creer que evidentemente había venido a este mundo ya del todo preparado para esa tarea, con su uniforme de funcionario y la coronilla calva… Un director, que era buenísima persona y deseaba premiarle por su largo servicio, ordenó que se le diera una tarea más importante que la de un copista común y corriente…Aquello, sin embargo, le resultó tan penoso que quedó empapado de sudor y se estuvo enjugando continuamente la frente hasta que dijo por fin: “No, no puedo hacerlo. Lo mejor será que me den algo que copiar”.
(Nikolai Gogol. El capote)

2. Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer –no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez, ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, yo recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro… Yo podía dar una limosna a su cuerpo, pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma…
- ¿Quiere contarme algo de usted?
-Preferiría no hacerlo.
(Herman Melville. Bartleby, el escribiente)

domingo, 15 de febrero de 2009

LA FIEBRE DE LOS TULIPANES

A finales del siglo XV el Bosco pintó un óleo titulado: “La extracción de la piedra de la locura”. En él, un cirujano con un embudo en la cabeza abre el cráneo de un hombre para extraer la supuesta piedra, que resulta ser un tulipán. La anécdota del cuadro anticipa los acontecimientos que tuvieron lugar en la patria del pintor un siglo después de su muerte.
En 1554, Ogier Giselin de Busbecq, embajador de los Habsburgo en Constantinopla, envió a la corte vienesa un cargamento de plantones de tulipán. La flor, que en Oriente tenía connotaciones sagradas, se extendió por Europa convirtiéndose en un símbolo de estatus social. En 1593 el botánico Carolus Clusius dejó su trabajo en los jardines imperiales para tomar un cargo de profesor de botánica en la ciudad holandesa de Leiden, llevando consigo una colección de bulbos que acabarían teniendo más protagonismo del deseado. Esa flor elegante y sin aroma encontró en el suelo arenoso holandés, ganado al mar, un terreno idóneo para su cultivo. A principios del XVII los cronistas anotan los primeros efectos de la fiebre del tulipán: en 1608 un pintor cambia su molino por una variedad de bulbo poco frecuente; por esa época, el propietario de una cervecería se deshace de ella a cambio de un tulipán al que bautiza con el nombre de ‘Tulipa brasserie’.
Los bulbos que había introducido Carolas Clusius se aclimataban con facilidad. Un virus transmitido por un parásito propició que se multiplicaran las variaciones en la apariencia de la flor, convirtiendo los iniciales tulipanes monocromos en nuevas variedades de colorido exótico. Se trataba de un exotismo casual, sin control posible por parte de los floricultores. De forma aleatoria, fue determinándose el valor de cada especie. Quien compraba un ejemplar compraba también la posibilidad de una nueva mutación, participando de ese modo en una suerte de lotería floral. La joya de la corona era el ‘Semper augustus’. El valor de este tulipán llegó a ser de 5000 florines, precio equivalente al de una casa con jardín. El propietario del ‘Semper Augustus’ era considerado oficialmente rico y podía permitirse contraer enormes deudas.
Las distintas variedades se cotizaban según el precio variable fijado por el mercado. Con el tiempo, las transacciones fueron haciéndose cada vez más abstractas. No se vendían bulbos sino nombres de bulbos. Como si se tratara de acciones, cambiaban de propietario varias veces al día. Entre el valor real y el precio estipulado para los tulipanes se fue creando una distancia cada vez mayor. Los vendedores no pensaban en las posibilidades de los compradores y éstos parecían cegados por la convicción de que su cotización seguiría subiendo siempre. Se vendían los capullos por adelantado a través de contratos de exclusividad que aseguraban la posesión de la planta cuando ésta existiese, creando un mercado de futuros, un negocio de aire que alcanzó dimensiones de epidemia y se extendió por todos los estratos de la sociedad. Los beneficios de los especuladores eran inmensos pero no en metálico sino en créditos. Fortunas inmensas se gestaban y caían con la misma celeridad.
Las autoridades tomaron medidas para intentar controlar el mercado pero el resultado fue el contrario al deseado. La prohibición provocó que las transacciones ganaran en secretismo. Junto a las voces que apelaban al sentido común aparecían manuales acerca de la especulación con tulipanes. La fiebre del tulipán subió progresivamente de temperatura, enloqueciendo a los habitantes de la mesurada holanda, hasta que llegó el invierno de 1637 y sucedió lo inevitable. Por primera vez, los lotes que salían al mercado no encontraban compradores. El pánico hizo caer los precios en picado. Un drástico decreto de los Estados anuló las convenciones especulativas y fijó el valor máximo de los bulbos de tulipán en 50 florines. Para entonces su precio no era mucho mayor. La ruina económica se cernía sobre un país que tardaría décadas en recuperarse.
El ‘Semper augustus’, representante simbólico de aquella extraña fiebre, no corrió mejor suerte. La última noticia que nos llega de él lo sitúa en la boca de un marinero hambriento que allá por 1695 entró en el sótano de un adinerado comerciante y se comió el bulbo confundiéndolo con una cebolla. Fue condenado a seis meses de prisión.Zbigniew Herbert, en un libro de ensayos póstumo, nos lega la siguiente advertencia: “Si la fiebre de los tulipanes fue algún tipo de epidemia psíquica (y así nos atrevemos a afirmarlo) existe una probabilidad, lindante con la certidumbre, de que algún día, de esta o de otra forma, vuelva a presentarse”.
 
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