martes, 27 de enero de 2009

James Joyce - Juan José Arreola

1. Ella dormía profundamente.
Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.
(James Joyce. Los muertos)

2. La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.
(Juan José Arreola. Confabulario personal)

viernes, 9 de enero de 2009

UNA NOCHE EN EL BALBOA


Mi padre me contó, sin darle importancia, que fue uno de los cien elegidos que asistió al concierto que Bill Evans dio en la sala Balboa de Madrid en 1979. Se trataba de una ocasión única, era la primera vez que el pianista tocaba en nuestro país. Y sería la última. Murió en 1980, a los 51 años. Una vida larga comparada con la de otros músicos de jazz.
Mientras mi padre me explicaba sus recuerdos también yo regresaba al Balboa para vivir ese momento mágico. Veía las manos de Bill Evans acariciando el teclado, la cabeza vencida sobre el instrumento con su habitual gesto de concentración. La música era lo único que le unía al público. En sus conciertos encadenaba un tema tras otro, sin molestarse siquiera en presentar a sus acompañantes. Tocaba obsesivamente un tema titulado “Suicide is painless”, como quien repasa una herida para comprobar su presencia. Arrastraba el suicidio reciente de su hermano y el de su mujer, años atrás. La música le mantenía vivo, esa música elegante que durante un tiempo le hizo pasar por pianista de salón, antes de que la crítica le reconociera como uno de los grandes.
En unas líneas escritas para el álbum “Kind of blue”, Bill Evans describe un arte visual japonés que se ejecuta con tinta y con un pincel especial sobre un tenue pergamino. Se trata de una disciplina que no admite elaboración previa, cualquier intento de corrección o duda en el trazo condena irremisiblemente el dibujo. Éste ha de ser fruto exclusivo de la espontaneidad. La idea se transmite en comunicación directa con las manos, sin pasar por la cabeza. Bill Evans compara ese arte con la música que grabó junto al grupo de Miles Davis, sin partituras ni ensayos previos, en uno de los discos más memorables de la historia del jazz.
Poco después abandonaría la sombra alargada de Miles Davis para formar su propio grupo. Mientras tocaba en el Village Vanguard de Nueva York como músico de la casa, gestó un formato de trío que hizo época, redefiniendo la sección rítmica habitual hasta ese momento. En su trío, piano, contrabajo y batería tocaban en igualdad de condiciones, entremezclando improvisaciones en una conversación continua. El ritmo estaba presente sin hacerse explícito, apenas insinuado por el roce de las escobillas en los platillos. ‘Ritmo interiorizado’, lo denominó Bill Evans. Su ejecución requería una compenetración perfecta entre los tres músicos. Seis manos y un solo cuerpo. Parte del mérito corresponde a Scott La Faro y a su innovador estilo con el contrabajo.
Once días después de la grabación de las históricas sesiones en el Village Vanguard, Scott La Faro perdía la vida en accidente de tráfico y Bill Evans se sumía en un lento proceso de autodestrucción que se prolongó durante los veinte años siguientes para culminar pocos meses después de su concierto en el Balboa. Durante esos años, trató de recuperar la magia de su primer trío, ese sonido inaugural al que contribuyó La Faro y que ahora escucho desde mi sofá, entre murmullos de fondo y aplausos de la gente que esa noche llenaba el local. Basta con cerrar los ojos para que me sienta uno más entre el público, cerca del piano de Bill Evans. Y de mi padre.

lunes, 5 de enero de 2009

CARBÓN PARA JOVELLANOS

“Vivimos en un siglo en que la poesía está en descrédito”, confesaba Baltasar Melchor Gaspar María de Jove Llanos y Ramírez a su hermano Francisco, y a continuación procedía a atribuir la culpa a Góngora, que con su poesía hinchada y artificiosa había desviado el hasta entonces recto camino de la lírica. La carta continuaba con una curiosa descripción de lo acontecido en el Siglo de Oro:

“Ningún siglo crió tan prodigioso número de poetas como el pasado; en ninguno tuvo la poesía tan grande estimación... El mismo rey se complacía en hacer versos, y a su imitación no había persona que desdeñase un arte que hallaba estimación hasta en el trono. Pero esto mismo acabó de arruinar la poesía. Todos quisieron ser poetas en un tiempo en que se hacía granjería de los versos; y como para serlo al modo y gusto del tiempo no era menester otra cosa que un poco de ingenio, eran pocos los que no podían ser poetas. Creció ilimitadamente el número de los cultivadores de las Musas, y entre tantos era preciso que hubiese muchos despreciables y extravagantes, y lo que es peor, muchos que hicieron servir el lenguaje de los dioses a su ambición y a su codicia… Con esto empezaron poco a poco a ser aborrecidos o despreciados los poetas, y al fin el descrédito de los poetas se comunicó a la poesía.”

Y Baltasar Melchor Gaspar María de Jove Llanos y Ramírez, que tradujo a Milton y Racine y, entre otros cargos, ostentó en Sevilla el de alcalde del Crimen (merced a sus estudios de derecho canónico), procedió a enderezar el rumbo de la lírica ibérica con estos versos, dedicados a su hermano Francisco:

Se quejan mis clientes
De que pierden sus pleitos, pero en vano.
¿A mí que se me da, si siempre gano?

¿Eres locuaz? Pues métete a letrado:
Miente, cita, vocea, corta y raja,
Y serás, sin pensarlo, afortunado.

Logra tu fin y el medio no te asombre,
Que en esta edad tan cara a maravilla
Sólo cuesta muy poco hacerse hombre.

¡Cuántos no hacen fortuna por el pico!
Y aun sin él, con descaro y con pulmones,
La puede hacer también cualquier borrico.

Atruénalos con fieros latinajos,
Y ensarta acá y allá textos y citas,
Y haz pompa y vanidad de calandrajos.

Que así a tu voz tremenda no hará agravio,
Si por doctrina vierte espumarajos,
Ningún juez que pretenda hacer el sabio.

Nunca al sentido de la ley permitas
Que desluzca tu ingenio y travesura,
Pues lo que a él le das a ti lo quitas.

Pero, si a gloria tu afición te inclina,
Y a meter ruido y a llamar la gente,
darete yo una astucia peregrina:

Échate a canonista osadamente,
Y sabio de la noche a la mañana
Serás, y problemista de repente.
 
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